San Leopoldo
Capuchino,
Mártir del confesionario
(1866-1942)
San Leopoldo nació el 12 de mayo de 1866.
Fue el último de 12 hermanos, de nobles y ricos abuelos, pero cuyos padres
habían caído casi en la pobreza.
Nació en Croacia, junto a Albania, está Novigrado
-Castillo Nuevo-, a quien los turcos, sus dominadores de los siglos XV al XVII,
llamaron Herzeg-Novi, y sus liberadores venecianos Castelnovo. Era un pequeño
puerto estratégico situado en las Bocas de Cátaro, profunda entrada del mar
Adriático en las montañas de Dalmacia, con paisaje y clima maravillosos.
Castelnovo era en el siglo XIX de gran mayoría católica, aunque más de la mitad
de estos pueblos eslavos son cristianos ortodoxos. Pertenece al arzobispado de
Zagreb, sede que fue de monseñor Stepinac, el santo cardenal tan perseguido por
los comunistas.
De niño frecuentaba el convento de los capuchinos, llegados como capellanes
militares de los venecianos dos siglos antes. A los 16 años ingresó en el
seminario capuchino de Udine. En 1884 entró en el noviciado de Bassano, con
el nombre de Leopoldo. En 1890 se ordena de sacerdote en Venecia, donde permanece
hasta 1897; luego pasa por los conventos de Zara, Bassano y Capodistria. Finalmente,
llega a Padua en 1909, que será su convento hasta su muerte, el 30 de julio de 1942.
SU VOCACIÓN
Según los testigos, ya desde niño se mostró ejemplar. Una de las características
de su vocación fue el ecumenismo, el deseo de trabajar para la vuelta de su pueblo,
los eslavos, al seno de la Iglesia Católica. Era tan profundo este deseo que hizo
voto, repetido sin cesar, de consagrarse a realizar la promesa del Señor:
"Se hará un solo rebaño con un solo pastor". Y añadía: "Me ofrezco como víctima
por la salvación de mis hermanos orientales".
Para realizar este ideal suyo no dejó en toda su vida de estudiar las lenguas
orientales. Además del croata, aprendió el italiano y el latín, y fue capaz
de hablar en serbio, eslavo y griego moderno.
Fue tan grande el amor y fidelidad a su pueblo, que
por ello no quiso aceptar la ciudadanía italiana durante la primera guerra
europea, con la molestia de tener que retirarse a la Italia meridional de 1917
a 1918. La proximidad de Padua al frente hizo que las autoridades prohibieran
estar allí a los súbditos del enemigo imperio austríaco. Sin embargo, siempre
se sintió como ciudadano de la hospitalaria y cosmopolita Italia, donde
difícilmente puede uno sentirse extranjero.
Fruto de tantas oraciones y trato íntimo con Dios, recibió la consoladora
luz que reflejó en su frase: "Sin ninguna duda, los orientales se unirán
a la Iglesia de Roma", y añadía que será: "por los méritos y oraciones
de María, de quien son tan devotos". Su petición a los superiores de
ser destinado a Oriente no le fue concedida; su salud era muy precaria
y sus cualidades no eran brillantes, con pronunciación defectuosa para
predicar y sin estilo literario para escribir.
Sin embargo, en tres breves ocasiones se hizo realidad su sueño de trabajar
con los orientales: los tres años que estuvo en Zara y el año de Capodistria,
en plena tierra eslava. También, en 1923, con gran gozo suyo, fue destinado
a Fiume al ser incorporado este puerto a Italia para atender a los croatas,
eslavos y serbios. Pero hizo tanta presión el pueblo de Padua pidiendo su
vuelta, que al mes le ordenó el padre provincial su regreso.
EL CONFESIONARIO
La ocupación a la que dedicó el mayor tiempo de su vida fue la de
confesar y perdonar los pecados en nombre y como representante de Dios,
reencauzando las almas a su eterna salvación, sin salir de su confesionario
(una celda adosada a la iglesia), donde esperaban confesarse largas filas
de hombres de todas las clases sociales, en particular sacerdotes y religiosos.
Sin vacaciones, a pesar del fuerte calor del verano, y sin un pequeño
calentador en el intenso frío del invierno, resistió días enteros con
fuertes dolores o abrazado por la fiebre, hasta el mismo día de su muerte.
Y así se hizo santo. Porque en cualquier ocupación podemos santificarnos,
y porque confesar es una de las ocupaciones que más santifican a los
penitentes, no habrá de ser menos a los confesores.
Pablo VI en la homilía de su beatificación tuvo
estas palabras de especial significación y relevancia en la biografía del hoy
San Leopoldo y para las circunstancias actuales:
La nota peculiar de su heroicidad y de su virtud carismática
fue-¿quién no lo sabe?- su ministerio de oír confesiones. El llorado cardenal
Larraona, entonces prefecto de la Sagrada Congregación de Ritos, escribió en el
decreto de 1962 para la beatificación del P. Leopoldo:
Su método de vida era este: “Después de celebrar bien temprano el sacrificio
de la Misa, se sentaba en la pequeña celda del confesonario, y allí permanecía
todo el día a disposición de los penitentes. Conservó este tenor de vida
durante casi cuarenta años, sin la mínima queja...”
Demos gracias al Señor, que ofrece hoy a la Iglesia una figura tan singular
de ministro de la gracia sacramental de la penitencia; que, por una parte,
hace un nuevo llamamiento a los sacerdotes a un ministerio de tan capital
importancia, de tan actual pedagogía, de tan incomparable espiritualidad;
y, por otra, recuerda a los fieles, sean fervorosos, tibios o indiferentes,
qué servicio tan providencial e inefable es para ellos todavía hoy, o mejor,
hoy más que nunca, la confesión individual y auricular, fuente de gracia y
de paz, escuela de vida cristiana, consuelo incomparable en la peregrinación
terrena hacia la eterna felicidad".
EL ALMA DE
SU SANTIDAD
A su sagrado ministerio del sacramento de la Reconciliación, San Leopoldo
juntaba una rígida austeridad. Sus enfermedades, privación de descanso y de
gustos (todas las delicadezas que, viendo su delicada salud, le solían regalar
sus penitentes, las entregaba al superior), el calor y el frío, todo con gran
amor a la pobreza por su enorme valor evangélico: "Tantos pobres pasan frío
y ¿voy yo a tener valor de calentarme con una estufa? ¿Qué les diría cuando
vienen a confesarse?".
Solamente el último invierno -tenía 75 años- por la insistencia de un grupo
de amigos, le obligó el superior a aceptar una estufa.
Doce horas al día confesando, sin dormir más que cuatro o cinco por la noche,
ni siesta. ¡Así cuarenta años sin vacaciones! Y cuando tenía fiebre contestaba:
"Los pobres tenemos que trabajar también con fiebre, en el cielo descansaremos.
¿Cómo puedo ir a la cama, esperando tantas almas ahí fuera mi pobre ayuda?".
De noche, en la capilla, de rodillas, luchando con
el sueño, si le decían que se fuera ya a descansar: "A las personas que
confieso doy penitencias muy ligeras; es necesario que satisfaga yo por
ellas".
Aceptar vida tan penitente solo es posible con la energía interior de la oración,
de la unión constante con Dios, fundada en la roca de la fe. Casi como estribillo,
repetía en el confesionario: "Fe, tenga fe". Bastaba que cesasen un momento las
confesiones para que se arrodillase en oración. "Dios ha establecido que todo lo
podemos alcanzar de Él, pero siempre por medio de la oración". Hasta llegó a
hacer voto de estar continuamente con el pensamiento en la presencia de Dios,
lo que supone un dominio heroico, y cumplía escrupulosamente.
Por este camino llegó a una extraordinaria unión
con Dios. Él nunca habló de ello, y las cartas que escribió a su director
espiritual no se conservan; pero son señales inequívocas de sus extraordinarios
carismas, entre otras, las muchas predicciones que hacía después de recogerse
un momento, y los muchos milagros que realizó.
Como cauce del trato suyo con Dios sobresalía su devoción a la Señora, como
llamaba a la Santifica Virgen. Todos los días ponía flores frescas en la imagen
de ella, que tenía en su celda-confesionario.
No podemos omitir su devoción al Corazón de Jesús
-característica de todos los santos modernos-. Escribía: "Ruegue a la
caridad sin límites del Corazón de Jesús para que pueda llegar yo a ser un
amigo y discípulo suyo perfecto". Como velada referencia a su vida mística
anotó en una estampa del Corazón de Jesús: "¡La caridad divina del Corazón
de Jesús que se dignó darme señales tan inefables de su amor, tenga
misericordia de mí!... ¡Todo lo espero, todo me lo prometo de la caridad
infinita de nuestro Señor Jesucristo, de su divino Corazón". Y en una
estampa de la Virgen: "Hoy, día del cincuentenario de mi profesión
religiosa, renuevo mis votos en honor del divino Corazón..." Para él era
la gloria: "Ya descansaremos un día en el cielo. Allí lo haremos mejor,
reposando nuestra cabeza sobre el divino Corazón de Jesús".
Tenía también gran devoción y recurría frecuentemente a su Ángel de
la Guarda, a los santos, en particular a San José, San Francisco, San Antonio
de Padua, santos Cirilo y Metodio -apóstoles de los eslavos-, San Francisco Javier,
San Ignacio de Loyola -había copiado y releía su famosa carta de la obediencia-,
San Luis Gonzaga, San Estanislao de Kostka y San Juan Berchmans -por sus vidas
sencillas-.
AMOR BONDADOSO A LAS ALMAS
Su amor serio y sólido a las almas, que le llevó a una vida de abnegación tan
heroica, estaba lleno de bondad en sus manifestaciones externas. Durante
cuatro años, de 1910 a 1914, además de dar clases de patrología a los estudiantes
capuchinos teólogos, fue su director. Dejó en ellos un gratísimo recuerdo del amor
maternal con que los trataba, y se interesaba por cada uno en particular.
Al hermano cocinero solía decir: "Sea generoso con los estudiantes. A mí y a
algún otro limítenos la ración cuanto quiera, pero, por amor de Dios, trate
bien a los estudiantes".
En las noches más crudas de invierno les dispensaba del coro y de los actos
siguientes a la cena y recreación: "Id a descansar. Ya rezaré yo y haré un
poco de penitencia por vosotros". Por sus criterios amplios, algunos le
censuraban que mitigaba el rigor tradicional de la orden, y le dejaron solo confesar.
También en la confesión parecía tener manga ancha. A un canónigo, penitente suyo,
que le interpelaba: "Usted es demasiado bueno, ¿no tendrá que dar alguna
cuenta al Señor por ello?", le contestó: "Si de alguna cosa debiera arrepentirme,
sería de no haber interpretado así siempre la bondad infinita de Dios".
Días antes de morir decía: "Más de cincuenta
años hace que estoy confesando, y no me remuerde la conciencia todas las veces
que he dado la absolución, sino que siento pena de las tres o cuatro veces que no
la he podido dar. Es posible que no hiciera todo lo que debía para suscitar en
los penitentes las disposiciones debidas".
Tremenda fuerza y responsabilidad la de los confesores que no pueden
absolver a quienes no están dispuestos a cumplir sus obligaciones graves.
Situación difícil en tiempos de liberalismo, como los del San Leopoldo,
cuando muchos no aceptan las interpretaciones o graves disposiciones de la
Iglesia. Lo admirable del santo no es que absolviera sin exigir las debidas
disposiciones a los penitentes, sino que consiguiera suscitarlas en ellos si
no las tenían.
Así en cierto caso, que levantándose airado le
señaló a uno la puerta: "Con Dios no se juega. Váyase y morirá en su
pecado". Contó el mismo penitente que se sintió como herido por un rayo,
cayó de rodillas llorando y prometió renunciar a sus errores. Cuando daba un
consejo -y se lo pedían también los prelados- era tan grande su seguridad que
no admitía réplica: "¿Quién ha hablado? ¡Ha hablado Dios! Basta".
Otros detalles de su bondad son el que siendo ya
sacerdote, en Venecia, fuese a pedir limosna por las casas, y ayudase con el
mayor interés a los hermanos a lavar, a preparar el refectorio o las
habitaciones para los huéspedes, etc.
Un día, yendo por la calle, unos chiquillos
burlándose de él le metían piedrecitas en la capucha. Llegó el doctor Ferrini y
les reprendió ásperamente, pero el buen padre lo calmó: "Doctor, deje que
se diviertan, merezco cosas mucho peores".
LOS CARISMAS
EXTRAORDINARIOS
Se puede decir que los resume su santidad puesta al
servicio de los demás hasta el milagro. Son muchísimos los recogidos en su
proceso. Algunos como muestra:
-A veces -hay muchos testimonios-, interrumpía al penitente: "Basta,
lo he comprendido todo", y si no se tranquilizaba le manifestaba
cuánto pensaba decirle y aún más: "Aprenda a creer en la palabra del confesor".
-Se cruza en la calle con un desconocido en
bicicleta, y lo mira tan fijamente que el otro le pregunta: "Padre,
¿quiere algo de mí?". "Venga enseguida a la iglesia". El hombre,
que hacía cuarenta años que no se confesaba y que se vanagloriaba de no creer
en Dios, despreciando a la Iglesia y al clero, fue, confesó, y desde aquel día
vivió como excelente cristiano. Contaba a todo el mundo que la mirada del padre
le había penetrado como una espada impidiéndole resistir a la invitación.
-Esta noche -decía el 23-III-1932 llorando amargamente- “Durante la oración,
el Señor me ha abierto los ojos y he visto a Italia en un mar de fuego y sangre".
Ya durante la guerra, al preguntarle si sería bombardeada Padua, respondió:
"Lo será, y duramente. También este convento e iglesia, pero esta celdita no.
Aquí ha tenido Dios tanta misericordia con las almas, que debe quedar como un
monumento a su bondad". Así sucedió, aunque el 14-V-1944 cinco grandes bombas
destruyeron la iglesia y parte del convento.
"En 1913, cuando tenía veinte años -testifica
sor María Asunción- me confesé con él. Nunca le había visto. Después me invitó
a pasar a la sacristía, y como transfigurado me dijo: El Amo y Señor de la
barca tiene designios importantes sobre usted. Corresponda bien a las gracias
recibidas". Ni se le había ocurrido aún la obra que después fundaría: el
Instituto religioso de las Esclavas de la Santísima Trinidad.
-Ana Bendazzoli en la primavera de 1942 vivía
angustiada, pues desde hacía mucho tiempo no conseguía tener noticias de su
único hijo, combatiente en África. Llegó al confesionario del padre Leopoldo,
que no la conocía: "¿Es usted viuda? ¿Tiene un hijo único? Vuelva contenta
a su casa, muy pronto recibirá carta de él y pasará feliz la Pascua". Días
después, al domingo de Resurrección, recibía carta de su hijo: estaba ya sin
peligro, hecho prisionero, pero muy bien.
-Va a confesar a una enferma, en julio de 1933. Al
día siguiente la operarán de tumor en el intestino. Está tan abatida que el
padre Leopoldo se conmueve. Queda un momento absorto en oración: "¡Tenga
fe! ¡Alégrese, creo que el Señor ha cambiado las cartas!" Al día siguiente
cuando la visitó el médico la encontró totalmente curada.
-En 1928 le cuentan que una niña se está muriendo de meningitis.
El P. Leopoldo se conmueve, pide una manzana, la bendice: "Dásela a
la niña y la Virgen la curará". Nada más comerla, sanó. Volvieron
rápidamente a decírselo. Él exclamó: "Ha sido la Virgen. Virgen bendita,
¡qué buena eres!".
Llegó a la meta el 30 de julio de 1942. Ese día se
levantó muy de mañana, como de costumbre, y prolongó su oración antes de la
santa Misa. Al ir a revestirse sufrió un desvanecimiento. Se recuperó justo
para recibir la santa Unción. El superior, padre Benjamín, testificó en el
proceso de canonización: "Yo, que le asistí en sus últimos momentos, no
dudo en creer que, en su tránsito a la eternidad, haya sido asistido, mediante
una extraordinaria aparición de nuestra Señora, la Madre de Dios. Murió
repitiendo las invocaciones que se le sugerían. En cuanto llegó a las palabras:
¡Oh, clementísima!... ¡Oh, piadosa!... ¡Oh, dulce Virgen María! se incorporó y,
extendiendo las manos hacia lo alto, como si fuese al encuentro de no sé qué objeto
extraño, expiró; parecía transformado". Fue solemnemente canonizado por
San Juan Pablo II, el 16 de octubre de 1983.